Se sentó en el banco de piedra. Cerró los ojos para mantener en su mente la imagen de los árboles y el césped de un verde intenso. Paró todos los pensamientos que podía parar, y se centró en su respiración, en las inspiraciones y en las expiraciones. El aire entraba por la nariz, pasaba por el pecho y tocaba el estómago, hacía el camino inverso y salía por la boca.
Siguió así hasta que noto que el exceso de oxígeno le daba esa extraña sensación de salir de sí mismo. Podía verse desde fuera, y su yo observador no era más que un halo sin forma que podía ver. Se sentó a su propio lado. Concentración.
Cuando dejó de escuchar su propia respiración pudo escuchar la suave brisa que remecía las hojas. Más, más intenso. Se olvidó del viento y de las hojas, y de su respiración. Más allá, le empezaban a pitar los oídos de la intensidad con la que se concentraba en ellos.
Lo consiguió, escuchó la hierba crecer, en su infinitamente pequeño movimiento. El crujido de la hierba auto-creándose para acercarse un poco más a las nubes.
Se planteó qué significaba su vida, qué hacía con ella. Expectativas, expectativas sobre qué, para qué. Sus estudios no eran más que una pseudo ciencia que se autoproclamaba predictora de lo que no lograba predecir, como la sociología, la psicología o la economía. No tiene valor en sí mismo, es sólo una percepción de una sociedad demasiado pobre para entender sus propios problemas. No existía un pensamiento puro al respecto, ni por tanto un verdadero conocimiento. ¿Dónde residía el verdadero conocimiento? ¿Era este conocimiento el camino al shibumi? ¿Tenía sentido algún otro camino que no aspirara al shibumi? El mundo que le rodeaba había decidido medir las cosas según el resultado que generaban, una pobre herencia de la industrialización del siglo XVIII; para él no tenía sentido, el sentido residía en la forma, el camino era único.
Volvió a si mismo, y se levantó. Olía la hierba húmeda.
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