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Rondaba la primavera de 1978. Manhattan era un lugar solitario para quien quería serlo, aunque la gente en esa época del año se mostraba especialmente sociable con ganas de increpar el equilibrio espiritual que había conseguido.

Andaba yo por uno de los tugurios que habían hecho del Village lo que era. Pequeño pero rancio, y con un fuerte olor a matarratas. Era como una segunda casa para mi desde que conociese a Dave, el dueño, en un concierto horrible de jazz que habían hecho unos años atrás en Central Park. Le había llamado "Dave's", desde luego no se había matado para ponerle un nombre, pero me parecía bien, con un nombre más pomposo defraudaría al cruzar el umbral. ¿Qué esperas de un sitio que se llame Golden Horse? Pues desde buena cerveza, a camareras dispuestas a venderte una sonrisa por una buena propina, a unas paredes sin mácula. Dave's era eso, el local de Dave.

Siempre sospeché que tenía entre manos algún tipo de vida ilegal, porque con las cuatro cervezas que nos tomábamos los feligreses no creo que dieran ni para pagar el local. De todas maneras, yo no preguntaba. Siempre hablaba de música con el, íbamos a conciertos que merecían la pena ( o al menos eso parecía a priori) y debatíamos filosóficamente sobre el origen del universo y por qué las mujeres de este planeta parecía que nos la tuvieran jurada. Todo a ritmo de los mismos discos rayados de Duke Ellington que tenía Dave.

El tema de mujeres era bastante recurrente y además Dios nos premiaba por nuestras disertaciones con una media cercana a la negatividad de mujeres en el bar. Era de esperar, ya que si alguna entraba por equivocación o buscando el baño enseguida fruncíamos el ceño y el más ágil le invitaba a una copa, probablemente derramándole la que llevaba sobre el vestido que llevara.

Así que la vida de los parroquianos estaba circunscrita a nuestros respectivos trabajos, de los que nunca hablábamos y al bar y a las personas que pasaran por ahí. Ya fueran mujeres, transeúntes, turistas o ejecutivos perdidos. Aunque si las mujeres eran escasas, los turistas y los ejecutivos más aun, pero se habían visto casos.

Aunque fuéramos siempre los mismos, no sabíamos nada los unos de los otros. De mi sólo sabían que era un español que me había ido a vivir a Nueva York al acabar la carrera. Pero desconocían la ciudad de la que venía, dudo mucho que supieran siquiera dónde estaba. La calidez de no tener pasado sabía a whisky con hielo.

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