Iba bajando las escaleras de aquella pensión haciendo sonar cada peldaño con el chirrido de la madera. Mientras, apoyaba ligeramente la mano sobre la minúscula barandilla que tenía la escalera. Él, se deslizaba lentamente, como si le pesarán los pies; pero su cara esgrimía una sonrisa, más que una sonrisa parecía un reto.
Los pies adivinaron el fin de la escalera y equilibraron el resto del cuerpo para seguir la trayectoria sobre una superficie plana. Su cabeza, por otra parte, se giró levemente hacia el mostrador de la recepción, y dejó entrever a la recepcionista unos dientes amarillentos entre unos labios ajados. La chica, sorprendida, le correspondió con una sonrisa y un casi ininteligible: ?Buenas noches, caballero?.
Esto satisfizo en secreto al hombre, que siempre le había encantado que le llamaran caballero. Le daba confianza en sí mismo, y le hacía caminar con paso decidido.
Salió por la puerta, cuando la cerraba se giró y con un guiño acompañó un ademán de quitarse el sombrero. Lo que sonrojó a la recepcionista.
La noche era primaveral y no hacía frío, por lo que decidió caminar relajadamente hasta su coche, aparcado un par de calles más arriba. Su traje completamente negro, su camisa originalmente igual de negra que el traje, y su sombrero de ala vuelta de idéntico color, le hacían confundirse con la noche. En la noche se sentía a gusto, parecía que el anonimato encubriera a todos, y lo que pasase de noche no tuviera repercusión al día siguiente. La oscuridad de la camisa estaba partida por una corbata blanca, que caía doblada sobre la leve curva que formaba su estómago. Le gustaba ese traje, era el que siempre se ponía para trabajar; cuando tenía trabajos muy seguidos tenía que sacrificar limpieza por confort. Su atuendo se completaba con unos zapatos muy desgastados, también oscuros, aunque no me atrevería a decir cual era exactamente su color original. De esta traza iba caminando por la calle a paso relajado, pensando en qué cenar al llegar a casa mientras se acariciaba el bigote con el labio inferior.
Antes de que acabara con qué aderezar el trozo de pechuga que iba a hacerse esta noche, llegó a su coche. Así que tuvo que interrumpir sus reflexiones gastronómicas para buscar las llaves del coche depositadas en alguno de los bolsillos, aun no sabía en cual exactamente. Las encontró, abrió el coche y se dejo caer sobre el asiento. Puso las llaves en el contacto pero no las giró. Se ladeo y de debajo del asiento sacó una libreta pequeña, la abrió y busco la última página escrita. Cogió un bolígrafo de la guantera y escribió la fecha del día y un nombre: Arthur J. Lewis . La cerró, y la volvió a poner donde estaba. Le gustaba llevar una lista con los encargos, y éste era el numero 193. Pensó en que 200 era un número significativo, y que debería celebrarlo de alguna manera, una buena cena podría estar bien.
Aunque le resultara un poco tétrico celebrar la muerte de alguien, pensó que se lo merecía. Él no tenía la culpa de las reyertas entre sus clientes y sus víctimas. Solo hacía el trabajo que otros no querían hacer. Cuando alguno de sus clientes, en momentos de una excesiva, y no deseada, confianza, le preguntaba si no tenía algún tipo de remordimiento, siempre les contestaba lo mismo. Si no lo hago yo, lo hará otro, y prefiero el dinero en mi bolsillo que en el de cualquier otro. Además los gobiernos matan a miles de personas en las guerras y reciben vítores. No, no le pesaba la conciencia; no creía que tuviera que pesarle más que a aquellos ciudadanos que votaban a esos deleznables individuos.
Acabó con esta breve reflexión, y se acicaló el bigote mirándose en el retrovisor. Encendió el coche, y se puso camino a casa.
Comentarios