A petición popular ( gracias Esther)
Contradecía el tiempo a la estación y el termómetro acariciaba los 10 grados cuando los libros decían que aquí y ahora tendría que hacer menos 4 grados. Me anclé a un banco de aquel parque, que tenía poco de parque y bastante de planicie sin edificar, desde que me había levantado notaba en mis manos un delicado aroma a canela y vainilla. Me había levantado casi a las doce del mediodía, un pinchazo en la espalda me provocó el flash de una caída, no sabía no cómo, ni cuándo, ni dónde. No me apetecía recordar, no solía hacerlo, lo pasado, pasado estaba.
Hundí la cabeza entre mis manos, disfrutando de ese olor que se iba apagando poco a poco. Era un Martes pero se sentía como un Domingo. Realmente, desde que dejé aquel puesto como contable de clase b, todos los días me sabían a Domingo. Parecía que al día siguiente tuviese algo que hacer. Pero no había nada que hacer, sólo el vacío de pasar los días vagabundeando. No necesitaba el trabajo, mis padres me estaban subvencionando la carrera que no estaba haciendo, y ellos sabían que no hacía y no les importaba. Una forma de mantener al vástago vivo.
El olor a canela y vainilla me estaba intrigando. Me concentré y empezó a dibujarse entre mis manos una corta melena cobriza, era aquella chica que solía preparar la comida los Sábados en la pensión. Era un poco vulgar, y bastante borde, pero era preciosa incluso debajo esa cofia de rejilla horrenda. Unas caderas que se intuían bajo esa falda anodina, blanca, a base de pliegues, había perturbado mis sueños últimamente.
Alguien vino y me susurró al oído: "venga, vuelve dentro que hace frío". Me cogió del brazo y note al levantarme que mis piernas no se coordinaban muy bien entre ellas. Yo me dejaba llegar, no quería preguntarme nada. Subimos unas escaleras, luego otras, una habitación con mucha gente, todos murmurando. Y allí estaba ella, con su melena cobriza, inundando esos platos desgastados con puré de alguna verdura de la que jamás sabremos su verdadero nombre. Fui con mi plato y me quedé mirándola, hoy aguantaría la mirada. La aguanté, y ella sonrió. Sentí como se me deshacía el estómago, se me mojaba todo el pantalón y me temblaban las piernas. Antes de que flaquearan del todo alguien me cogió de las axilas, y me tumbó en una cama, pero ya no era el comedor. Se abrió la puerta y entró un hombre vestido de médico. En la parte exterior de la puerta ponía: "Enfermería. Hospital Psiquiátrico Saint Michel". Me dio igual. Mañana sería otro día.
Contradecía el tiempo a la estación y el termómetro acariciaba los 10 grados cuando los libros decían que aquí y ahora tendría que hacer menos 4 grados. Me anclé a un banco de aquel parque, que tenía poco de parque y bastante de planicie sin edificar, desde que me había levantado notaba en mis manos un delicado aroma a canela y vainilla. Me había levantado casi a las doce del mediodía, un pinchazo en la espalda me provocó el flash de una caída, no sabía no cómo, ni cuándo, ni dónde. No me apetecía recordar, no solía hacerlo, lo pasado, pasado estaba.
Hundí la cabeza entre mis manos, disfrutando de ese olor que se iba apagando poco a poco. Era un Martes pero se sentía como un Domingo. Realmente, desde que dejé aquel puesto como contable de clase b, todos los días me sabían a Domingo. Parecía que al día siguiente tuviese algo que hacer. Pero no había nada que hacer, sólo el vacío de pasar los días vagabundeando. No necesitaba el trabajo, mis padres me estaban subvencionando la carrera que no estaba haciendo, y ellos sabían que no hacía y no les importaba. Una forma de mantener al vástago vivo.
El olor a canela y vainilla me estaba intrigando. Me concentré y empezó a dibujarse entre mis manos una corta melena cobriza, era aquella chica que solía preparar la comida los Sábados en la pensión. Era un poco vulgar, y bastante borde, pero era preciosa incluso debajo esa cofia de rejilla horrenda. Unas caderas que se intuían bajo esa falda anodina, blanca, a base de pliegues, había perturbado mis sueños últimamente.
Alguien vino y me susurró al oído: "venga, vuelve dentro que hace frío". Me cogió del brazo y note al levantarme que mis piernas no se coordinaban muy bien entre ellas. Yo me dejaba llegar, no quería preguntarme nada. Subimos unas escaleras, luego otras, una habitación con mucha gente, todos murmurando. Y allí estaba ella, con su melena cobriza, inundando esos platos desgastados con puré de alguna verdura de la que jamás sabremos su verdadero nombre. Fui con mi plato y me quedé mirándola, hoy aguantaría la mirada. La aguanté, y ella sonrió. Sentí como se me deshacía el estómago, se me mojaba todo el pantalón y me temblaban las piernas. Antes de que flaquearan del todo alguien me cogió de las axilas, y me tumbó en una cama, pero ya no era el comedor. Se abrió la puerta y entró un hombre vestido de médico. En la parte exterior de la puerta ponía: "Enfermería. Hospital Psiquiátrico Saint Michel". Me dio igual. Mañana sería otro día.
Comentarios
Me ha gustado mucho la unión amor-"locura clínica" dentro de una misma masa cerebral. Un saludo Kike
Me llama la atención las enfermedades psíquicas, son otra manera de percibir las cosas. Cosa que a veces tanto ansío.
Interesantes tus ansíos ;)