Desde el albergue se podía ver toda la ciudad. Aunque me había tocado hacer noche en un albergue, ya que todos los hoteles de la ciudad estaban llenos, la vista era increíble. Veía el edificio de la ópera, la catedral, un rascacielos que rompía la línea de casas de poca altura. Lyon era una ciudad preciosa. Casi mediterránea, la ciudad mezclaba los callejones que dan sombra en los días de sol como aquel y las avenidas afrancesadas con edificios del siglo XVIII, ilustrados en sus fachadas. Me había sorprendido muy gratamente. No esperaba nada en concreto y me encontré con una ciudad que me liberó de la sensación de asepsia y agonía blanca de Ginebra. El cruzarme por la calle con tanta gente, tan diversa en su origen y en su modo de ver la vida, rompe con el punto de vista único que parece imperar en la ciudad en la que el sistema capitalista encuentra su paradigma. El viaje a Lyon había sido una pequeña aventura que me permití por el par de días que tenía entre el último día del apartam...
Cuaderno de filosofía de un manatí.